martes, 28 de julio de 2015

Ese mundo en el que todo ha ido fallando poco a poco


Acodados sobre el viejo, sobre el costroso mármol de los veladores, los clientes ven pasar a la dueña, casi sin mirarla ya, mientras piensan, vagamente, en ese mundo que, ¡ay!, no fue lo que pudo haber sido, en ese mundo en el que todo ha ido fallando poco a poco, sin que nadie se lo explicase, a lo mejor por una minucia insignificante. Muchos de los mármoles de los veladores han sido antes lápidas en las Sacramentales; en algunos, que todavía guardan las letras, un ciego podría leer, pasando las yemas de los dedos por debajo de la mesa: "Aquí yacen los restos mortales de la señorita Esperanza Redondo, muerta en la flor de la juventud", o bien "R. I. P. el Excmo. Sr. D. Ramiro López Puente. Subsecretario de Fomento". Los clientes de los Cafés son gentes que creen que las cosas pasan porque sí, que no merece la pena poner remedio a nada. 

[…] Hay tardes en que la conversación muere de mesa en mesa, una conversación sobre gatas paridas, o sobre el suministro, o sobre aquel niño muerto que alguien no recuerda, sobre aquel niño muerto que, ¿no se acuerda usted?, tenía el pelito rubio, era muy mono y más bien delgadito, llevaba siempre un jersey de punto color beige y debía andar por los cinco años. En estas tardes, el corazón del Café late como el de un enfermo, sin compás, y el aire se hace como más espeso, más gris, aunque de cuando en cuando lo cruce, como un relámpago, un aliento más tibio que no se sabe de donde viene, un aliento lleno de esperanza que abre, por unos segundos, un agujerito en cada espíritu.

La Colmena, Camilo José Cela (1951)


Desde que llegué a Madrid, algunas tardes de invierno, sobre todo de domingo, caminaba sola hasta la Glorieta de Bilbao y entraba en el Café Comercial a tomar algo caliente. Tras despojarme de la bufanda, mientras esperaba el líquido humeante, pasaba la yema de los dedos por debajo de la mesa, esperando encontrar el relieve de un nombre. La maniobra siempre era interrumpida por la llegada del camarero, anticipada a través de su propio reflejo en los enormes espejos que revestían las paredes del local, unos espejos despiadados, que reflectaban las miserias y alegrías de los asiduos. En este mundo donde todo falla poco a poco, los grandes cafés no tienen sitio. No sólo cierra el Café Comercial, también la pastelería La Duquesita ha doblegado este verano. Al menos, llegué a Madrid a tiempo de conocer ambos locales, así como el Café Gijón, Casa Lhardy, Pontejos, Casa Yustas, la Chocolatería San Ginés o la Plaza de Las Ventas, testigos de una ciudad que desaparace, dejando paso a otra, demasiado impersonal y desangelada. Del Madrid que me enamoró a través de las novelas, sólo quedan unas pocas cenizas. Pronto hablaremos de esta ciudad como aquel niño muerto que alguien no recuerda, ¿no se acuerda usted? Y el aire se volverá más espeso... más gris.

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