miércoles, 21 de enero de 2015

Baños de sol en invierno (I)


El baño de sol de la mujer es un cuadro de nuestros días. Ese éxtasis de un desnudo que antes no tenía explicación, que era una pose que conseguía un artista de su modelo, ahora es un hecho de la vida real y es un gesto espaciado, largo, de una o dos horas todos los días, bajo la terrible falta de rubor de la luz del día.
 
Mujeres discretas, vírgenes muy metiditas en casa, se desnudan con desparpajo frente al más varonil de los astros y frente a la terrible expectación de la luz. En ese nuevo y desfachado paganismo existen las vírgenes que desconfían y se visten ante cualquier indecisión del sol y las que esperan siempre, las que no se impacientan ante los cendales que pasen y esperan desnudas a que se desvele de nuevo.
 
Es penoso, triste, estéril, ese desnudarse a solar frente a la consagración del sol. Ese cinismo que tiene la joven moderna de haberlo hecho todo y de no querer hacer, sin embargo, nada con el hombre, esa invención de la plenitud solitaria, eso se refuerza con el baño de sol [...] El que descubra el agujero para ver bañarse a la mujer pura que se da baños de sol, será el que vea un desnudo en una exaltación que, ni si se le entregase, esa mujer obtendría. ¡Ah, el que sorprenda a una mujer en su largo, tendido, abierto, baño de sol, habrá visto lo indecible, lo que antes, a veces, se descubría siempre en cierta penumbra, en esa luz llena de rincones y de veladuras, de las habitaciones en que ellas se desnudan! [...] Sólo el baño de sol muestra, saca a la superficie los trazos hondos del desnudo, establece la verdad, prueba hasta la saciedad lo que se está viendo.

 
(Ramón Gómez de la Serna, El Gran Hotel, 1942)

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