lunes, 7 de julio de 2014

La ascensión del torero Caracho

El otro día rememoramos los comienzos del torero Caracho de Gómez de la Serna. Hoy ya lo vemos -y leemos- convertido en figura de la torería de la época, tanto en el campo como en la ciudad, rodeado de sus fieles partidarios en el cortijo y en la taberna.


Finaba febrero y Caracho se hallaba en una finca perdida en lo más fragoso de Andalucía, finca de un abonado rico que sabía el prestigio que le daba en todos los alrededores tener allí al gran matador Caracho, la única autoridad que convencía a los mozos y daba respeto a los niños.
 
- Me disciplinas a la gente -decía a Caracho el señor de Ordoriz-, y la cosecha es mayor el año que vienes... Hay más alegría y las mujeres paren más... Influyes en todo, hasta en que las gallinas sean más o menos ponedoras.
 
- ¡Chico -contestaba Caracho-, en lo de las mujeres te juro que yo no tengo la culpa!
 
Ya la blancura de todas las casas brillaba más al sol mañanero y había comenzado el deshielo del mundo.
 
 
[...] El Vozarrón, picador de empuje de su cuadrilla, entró cantando "tinieblas", como siempre [...] Caracho tomó su capa y le dio aire en vuelta, moviendo un viento que amenazó con apagar las bombillas eléctricas.
 
- ¡Lo que me gustan a mí estas capas, en que va bordado nuestro árbol genealógico! -dijo el Vozarrón, señalando aquel magno bordado que cubría toda la espalda de la pañosa, como hojarasca de parra en relieve.
 
Todo el público de La Cuba levantó los ojos hacia Caracho para verle pasar, llevando su capa como una casulla. Todos los demás detrás de él iban como en esas procesiones interiores de las catedrales por en medio de los fieles aglomerados en la nave.
 
La esclavina de Caracho iba dejando volantes de presunción. Todos miraban con más expectación a Caracho porque aquel día de invierno aquello era como una resurrección y como una escapada inaudita del armario en que se meten los toreros durante los fríos.

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