miércoles, 19 de febrero de 2014

El Teatro Real de los Gitanos

"Una rubia panadera con el calor de mi horno se está poniendo morena"
(bulería por soleá)
 

La otra tarde, aprovechando que el cielo daba una breve tregua, salí a dar un paseo por Madrid. Por casualidad, en la calle Barbieri número 10, tropecé con una placa en forma de rombo que decía lo siguiente: "En este lugar, de 1963 a 1993, el cantaor Manuel Ortega Juárez, Manolo Caracol, fundó el tablao Los Canasteros, Teatro Real de los Gitanos, donde se daban cita artistas, intelectuales y toreros".

Interior de Los Canasteros
 
Para poder abrir este Teatro Real de los Gitanos, situado en lo que ahora es Chueca, Caracol pidió permiso al mismísimo Franco, que le dio luz verde sin mayor complicación. A partir del 1 de marzo del 63, el cantaor nacido en la Alameda de Hércules reunió en su tablao a lo más granado del flamenco: Carmen Casarrubios, Curra Jiménez, La Polaca, su hija La Caracola, María Vargas, Trini España, La Perla de Cádiz, Gaspar de Utrera, Melchor de Marchena, Orillo, Paco Cepero, Terremoto... Las fiestas que se organizaban en Los Canasteros eran de lío padre y muy señor mío. Incluso Camarón llegó a pisar aquel tablao, a comienzos de los años 70. Cuentan que una noche, ya de madrugada, cuando quedaban muy pocos clientes en el local, Caracol y Camarón se sentaron en el filo del escenario, con los pies colgando, y empezaron a cantar fandangos a pelo seco.

Un joven Camarón al lado de Caracol
 
En el Teatro Real de los Gitanos no sólo se cantaba: también se jamaba, sobre todo platos andaluces, como la fritura de pescado, y paellas por encargo. Y, si hacía falta, se celebraban hasta comuniones. Caracol, más listo que el hambre, siempre tuvo un olfato especial para el negocio y un oído único para el cante. Por algo Félix Grande dijo que era "una criatura tan genial como Picasso".

 
"Y este hombre de la áspera garganta,
genialmente amarrado a la tenacidad y sus siglos,
escucha con bravura un instante la guitarra fantástica,
la guitarra feroz que chorrea pesadumbre y presidio,
que segrega lujuria de vivir, y él la escucha
y abre luego la boca para arrancase de ella
pozos de amores horrorosos, madres muertas, infamias,
sexos, cadáveres, borbotones de comprensión y desafío,
y nos entrega en un cante un fardo de atonal destino
y una pena sin fin transitada por harapos y puños
y escarmientos y ojos, muchos ojos abiertos, ojos, ojos,
hasta infectarlo todo del fuerte olor del corazón que mira.
(Félix Grande)

 
 

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