jueves, 28 de noviembre de 2013

Todo el campo parecía empapado de sangre de toro

El campo de Joaquín Romero Murube se parece, irremediablemente, al de Fernando Villalón. Ambos forman parte del listado de escritores andaluces casi olvidados, su obra no se estudia en el colegio y sus libros se encuentran descatalogados, a pesar de poseer dos de las plumas más luminosas de nuestra tierra. Hubo un tiempo también en el que la marisma del Guadalquivir olía a toro bravo...


En la marisma arrebataba la simple grandiosidad del horizonte. Era la línea circular tan honda que los ojos dolían, impotentes, por llegar a su fin. Tierra, cielo, la arquitectura fugaz del vuelo de un ave. Y Dios. Pero por las viñas y manchones, por los olivarillos y huertales del camino de Utrera, de la carretera de Sevilla, el camino era muy distinto. Campo corto encuadrado caprichosamente por esos vallados de chumberas enormes, inexpugnables como fortalezas. Y entre ellas, los caminos tristes, angostos, destrozados por las huellas de las herraduras y el ganado.

Nos gustaba perdernos por estos andurriales pobres, muchas veces mal olientes y con un final desconocido. Había en ellos una soledad cerrada, ofensiva, cómplice de todas las imposturas y de todos los malos cuentos. Allí robaros, allí hirieron, allí faltaron a la ley de Dios. Las aventuras de mozas y mujeres, también ocurrieron siempre por estos caminos, entre los charcos de agua dormida en invierno, o en el resol de los atardeceres primaverales, encendidos por la menta del poleo y el dulzor enervante de los habares florecidos.
 

[…] Si los caminos anchaban, surgían macizos de palmitos y junqueras. Era el verdor oscuro y perenne de las soledades encerradas entre linderos; la alegría pobre de una tierra reseca entre calizas. Los juncos guardaban sobre el barro la música de los vientos más débiles.

Tierras rojas hacia Dos Hermanas. Todo el campo parecía empapado de sangre de toro. Predios de dulces huertas, y estacadas de aceitunas. Por allí las grandes haciendas, con sus nombres y con sus novelas de pericón y carretela durante el siglo XIX: “La Mejorada”, “Tamarán”, “El Cuzco”, “La Florida”, con el garrotal más joven del término, que valía un Potosí al decir de los viejos labradores; “Ibarburu”, que lo perdió uno de sus propietarios a una carta, jugando al monte. Era el caballo de copas. Parecía, por lo que contaban, que todo el pueblo hubiera asistido a la apasionante partida.


Por abril, y también en los soles marceros, venían las magarzas y los lirios. Era un aire de tristeza fugaz, el adiós morado al campo entrañable, duro y hondo del invierno. Un poco más, y el débil estallido oscilante de las amapolas... ¡Qué lujo entonces de luces intactas en las tardes que crecían! El leve sofoco de la tierra nos llenaba de imprecisa angustia, nos entristecía en una vitalidad mayor rezumante de ansias inconcretas, hacia la luz, hacia el misterio, hacia la vida... Nos parábamos en medio del campo, y oíamos el latir de la sangre por las venas. Y entonces era más aniquiladora que en ningún instante la soledad, por los pobres caminos de pencas y silencios que nunca supimos adonde llevaban ni salían.
 
JOAQUÍN ROMERO MURUBE
Pueblo lejano (1954)

 

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