martes, 18 de septiembre de 2012

Año bisiesto; ni viña, ni huerto, ni pan en el cesto


La casita blanca con el letrero de “panera” sobre la puerta verde estaba cerrada a cal y canto. También la que ponía “cernidero”, el lugar reservado desde hacía décadas para cernir la harina y preparar el pan antes de hornearlo. Ambas construcciones brillaban al sol y proporcionaban sombras duras y alargadas.




Caía la tarde, pero el veranillo de San Miguel tenía prisas ese año y castigaba con dureza aquel terreno pedregoso y yermo. Por el camino que subía hasta las edificaciones, un trío de gatos tomaba el sol, impasible al calor y la luminosidad. No había en el mundo gatos más felices que ellos.



Ante sus ojos amarillos, las gallinas picoteaban algunos guijarros. Un poco más allá, la parra cuajada de uvas blancas refrescaba el porche.


"Mi viejo la plantó y era la sombra
que vino con las tardes de la infancia.
La parra se quedó, pero mi viejo
se fue para otra sombra y otra casa.
La vi desnuda y gris en el invierno,
la vi borracha y verde en el verano.
El aire le guardaba entre las hojas
los trinos gardelianos del canario.

El tiempo se hizo adiós en sus racimos.
La mesa con el hule está muy sola.
El perro que ladraba por el patio
ya duerme en un sillón de la memoria.
La vida se le fue sin darse cuenta
por culpa de las uvas y del viento.
¡Qué triste fue mirarla esta mañana,
sentir que, de tan vieja, ya es recuerdo!

Hoy muestra en las arrugas de su tronco
gorriones que volaron a otros puertos.
La noche se le acerca y le comenta
lo duro que es vivir con el silencio.
La vi charlar, de paso, con los gatos.
La vi guardar retoños en su pecho.
Las nubes la mojaron con su llanto
y el vino de su vientre fue un misterio"

(Roberto Díaz)


Por aquellas tierras se decía que, cuando pintaba la mora, pintaba la uva; y cuando florecía el cardo, ya estaba madura, por ello, el pueblo más cercano, a 11 kilómetros, festejaba el final de la vendimia, que ese año era pobre a causa de la pertinaz sequía. La escasa cosecha presagiaba un encarecimiento del vino y de la uva de mesa, menos dulce que de costumbre.



El precio del cereal también estaba por las nubes: la tonelada de trigo había duplicado su precio y alimentar al ganado costaba una fortuna. Ése era uno de los motivos por los que apenas quedaban toros bravos en las fincas vecinas. Después del verano, nuevos ganaderos tirarían la toalla y se pasarían al manso, a la morucha y al charolés, más fácil de cuidar y también más rentable. Durante un tiempo, los cercados quedarían vacíos, secos y huérfanos. La hermosa tierra de España, adusta, fina y guerrera, como escribió Machado, se hacía poco a poco menos bravía, menos nuestra.

Siempre lo advirtió el viejo mayoral: "año bisiesto; ni viña, ni huerto, ni pan en el cesto". Corría el 2012…



"La madre de la bella Proserpina
trocó en moreno grano,
para el sabroso pan de blanca harina,
aguas de abril y soles de verano.

Trigales y trigales ha corrido
la rubia diosa de la hoz dorada,
y del campo a las eras del ejido,
con sus montes de mies agavillada,
llegaron los huesudos bueyes rojos,
la testa dolorida al yugo atada,
y con la tarde ubérrima en los ojos.
De segados trigales y alcaceles
hizo el fuego sequizos rastrojales;
en el huerto rezuma el higo mieles,
cuelga la oronda pera en los perales,
hay en las vides rubios moscateles,
y racimos de rosa en los parrales".
(Antonio Machado)

"Levantar el vaso después de abrir la primera botella de nuestra pequeña cosecha, mi abuelo murmuraba irónico: «Para beber hai xente, o carallo é para sulfatar». Parece ser que este año Francia no podrá atender toda la oferta española de trabajo en las viñas, de lo que se deduce que sigue habiendo gente para beber, pero ya demasiada para sulfatar. Andalucía aporta la mayoría de vendimiadores que busca jornal en Francia; 11.000 almas que cruzan España de abajo arriba sajándola en dos, de tal forma que se le asoman las tripas del país que aún se da lujos de nuevo pobre, como asediar a sus inmigrantes. La vendimia es un arte al que nos hemos dedicado los niños que teníamos finca y que recordamos septiembre como el mes en que la familia se ponía los guantes y el mono para cortar los racimos, llenar los capachos y pisar luego la uva en ese baile antiguo y desparramante que tenía algo de animal; una de las imágenes más vivificantes de mi infancia es la de mi enorme tío metido en una cuba con las piernas manchadas de tinto, hundiéndolas entre miles de uvas y volviéndolas a sacar como si estuviese aplastando cadáveres o salvándose él mismo a cada instante. Si a mí se me libró de vendimiar fue porque un día me levanté en la mesa para recoger los platos y mi abuela dio un bastonazo en el suelo y dijo que mis manos eran para que las mirasen. Me dediqué a corretear por la finca, coger racimos sueltos para picotear en ellos como una urraca o subir barreños al coche; con el tiempo mi función en la vendimia se limitó a beberlo todo. Pienso en esto porque debe de estar a punto de empezar la recogida en casa de mi abuelo. Cuidaba allí de las lechugas, las patatas, las cebollas y los limones; le hablaba a las gallinas, que le ponían unos huevos perfectos, y hubo años, para darnos gusto a los nietos, que cultivó fresas. Hace unos días se sentó en la cocina después de una tarde de trabajo. «Estou ben», dijo. Apoyó la cabeza en la mano y no volvió a responder a nadie: allí se nos fue, escapándosenos por un derrame cerebral que lo dejó dormido para siempre. Horas después se puso a nacer mi hijo. Me dediqué a ir de una planta del hospital a otra como si así pudiese llevarle al bebé el amor que le dedicó su bisabuelo durante el embarazo, y aunque al final no se hayan conocido tengo la esperanza de que el niño crezca con la certeza de que la vida, como el vino, es mejor si se trabaja a fondo. Y que por mil que beban siempre habrá uno que sulfate para todos, y a ése le respetarán" (artículo publicado por Manuel Jabois en agosto de 2012).

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